domingo, 23 de julio de 2017

Venezuela, hora cero 1/3



No digo nada nuevo cuando afirmo que la hora de la verdad ha llegado para Venezuela. Todo mundo sabe que a estas horas está en juego el futuro democrático de la región. En las calles de Caracas y por los caminos de sus provincias crece la conciencia ciudadana; cada joven asesinado por las fuerzas de represión de Nicolás Maduro alimenta la bronca y la idea de que el régimen ya dio todo de sí, que no da más, que fracasó. El llamado “socialismo del siglo XXI” fracasó o –soy de los que se adscriben a esta idea- nunca existió en realidad; fue una de esas estafas ideológicas con las que unos y otros se engañaron porque había que llamarle de alguna manera a las arbitrariedades e incoherencias cometidas en nombre de la justicia social y la libertad.

Un recuento de lo sucedido. Los bolivianos y los venezolanos vivíamos alejados unos de otros hasta que surgió Hugo Chávez como presidente de Venezuela. Antes de él, sólo nos unía el nombre de Simón Bolívar y la memoria remota de una Patria Grande, un sueño trunco del cual nadie se acordaba excepto en contadas ceremonias. En algún momento el presidente venezolano Carlos Andrés Pérez había regalado una embarcación de segunda mano a Bolivia. Creo que fue el año 1979, para recordar a los venezolanos que su país era la patria del Libertador y que debía jugar de acuerdo con la estatura histórica de Bolívar. Además del enorme susto que Chile se llevó (siempre magnifican las cualidades perversas de los bolivianos), la simpatía que Bolivia despertaba entre los países de la región no pasó a mayores. Todo habría quedado como un loable gesto de solidaridad de Venezuela a Bolivia, de no ser por la habilidad diplomática de la periodista Ana María de Campero -la dama que debió haber llegado a presidenta de Bolivia y remplazar a Evo- que en aquel entonces manejaba los hilos de las relaciones internacionales del presidente Walter Guevara Arce. Fue entones que Bolivia obtuvo otra victoria diplomática importante sobre Chile, en la OEA. Aquel momento fue la alegría del pobre: duró poco. Al día siguiente sobrevino el golpe de Estado y la matanza del general Natush Busch. “Anamar” recordaría años después aquellos días como una jugada sucia de los militares (en aquel entonces las FF.AA. estaban más que descompuestas por los abusos y el desgaste de la dictadura de Banzer) y los nexos de los golpistas con Santiago de Chile no habían quedado nada claros. Cuando veo el odio fanático que despierta Evo en los extremos de alguna derecha política, al punto de sufrir como una derrota personal la victoria de Bolivia en La Haya, las dudas de Anamar no me resultan descabelladas.

Es posible decir que para los bolivianos Venezuela continuó siendo la tierra de los petrodólares, de la pobreza endémica y de los gobiernos corruptos. Hasta que las misses empezaron a ganar concursos de belleza y un coronel de paracaidistas de nombre Hugo Chávez se levantó en armas en contra de la corrupción del gobierno. Para mí, Venezuela era la tierra de Rómulo Gallegos y su novela “Doña Bárbara”, de la hermosa música llanera y de las malas telenovelas. Creo que fue en prisión donde Hugo Chávez empezó a madurar políticamente.

Los años 2001-2003 me encontraba yo en Saint Louis (Missouri) estudiando una maestría en artes cuando me llegaron los primeros rumores acerca de aquel coronel Chávez que se levantara en armas y su movimiento político. En mi universidad de jesuitas también estudiaban “chicos bien” de la alta burguesía venezolana. A ratos se me cruzaban en el camino y parecían querer reprocharme por mis simpatías hacia Chávez, sin saber yo quién era tan ilustre personaje. Ahora recuerdo yo aquella hostilidad como parte del ambiente bélico que se vivió luego del 9/11 de New York. Expresión de la venalidad de la derecha venezolana, denotaba para mí la situación límite que se vivía en Venezuela, además de la intolerancia conservadora de la universidad en que estudiaba. A partir de entonces empecé a interesarme más por Venezuela y por lo que sucedía en ella; era una cuestión de seguridad personal informarme de lo que sucedía en el resto del mundo al salir de la biblioteca en que me había refugiado. 

En medio de la paz y en cinismo en que vivía Latinoamérica en aquella década, los venezolanos parecían encabronados de verdad e insistían en que la cosa iba en serio. Durante el golpe de Estado que destituyó a Chávez por unas horas, permanecí hasta media noche en mi cubículo de investigador universitario para enterarme del desenlace angustioso, superior a cualquier telenovela que haya visto. Cotejando las informaciones y analizando los artículos de opinión, me di cuenta por primera vez qué tan relacionados estábamos los países de la región. A esas horas Venezuela decidía el futuro democrático de la región. No me inspiraba confianza, pero era claro que un militar nacionalista como Hugo Chávez tenía derecho a ser presidente de su país si había conquistado en las urnas ese derecho. Nadie debía alterar la voluntad de los venezolanos por auto gobernarse. Creo que cometí la imprudencia de expresar este tipo de ideas a través del chat de la universidad porque al poco tiempo me presentaron una pareja de venezolanos gays; aparentemente habían salido del país tras el fracaso del golpe. Confieso no haber conocido gente más desagradable. O tal vez sí los he conocido, pero aquella fue la primera vez que el odio político se me presentó con toda su crudeza auto destructora (y conste que vengo de una familia intolerante y maleducada por convicción, tradición y alcurnia). Paradoja de paradojas: uno de aquellos sujetos era un mulato que no ocultaba su desprecio racial hacia “los negritos” que habían bajado de los cerros de Caracas para apoyar a Chávez; un gay que pretendía caricaturizar la figura del libertador Bolívar refiriéndose a él como “la loca”. Para mayores señas, aquel era practicante de la santería y se declaraba amante de la puritana y protestante raza blanca de los Estados Unidos de Norte América. Pero su racismo también tenía una dimensión nacionalista al hablar de la belleza, de los títulos conquistados en concursos y “la constitución racial” de la mujer venezolana. Agotadas las posibilidades de injuria, se detuvo e interrogó: “¿Y los bolivianos, con qué se enojan?, ¿cuál es el peor insulto para los bolivianos?” Yo la verdad estaba divirtiéndome a carcajadas con su don de gentes y edificante plática. “Hijos de puta, el peor insulto en Bolivia es el de hijo de puta, como en todo mundo. Excepto en Argentina, creo, donde es un trato común y gesto fraterno” fue mi respuesta.  

Aquellos fueron los primeros venezolanos que conocí de cerca y creo que han sido los únicos hasta hoy. Sin querer, me dieron una idea clara de “por dónde era que andaban los cantos del gallo” en materia política venezolana. Hugo Chávez no me pareció tan despatarrado desde entonces. Me pareció que todo aquel colorido era una cuestión de idiosincrasia y estilo político caribeño.

Me encontraba en México la siguiente vez que volví a saber de Hugo Chávez. La polémica del gas en Bolivia se encontraba en su punto más álgido. La revuelta en contra de la corrupción neoliberal había pasado de Venezuela a otros países y en Bolivia la bronca se cocía a fuego vivo. Desde La Paz me habían pedido de manera insistente que escribiera artículos de opinión; estaba obligado a seguir de cerca todo lo que sucedía con el país. Mis prioridades académicas cambiaron junto con el dramatismo de la situación que se vía en Bolivia y pospuse todos los planes que tenía para realizar en México. Me dedicaba a leer de día y de noche para escribir dos artículos de 1.500 caracteres, los cuales me publicarían uno cada quincena; quería que mi editor tuviera opciones. Fue así que me pareció, por ejemplo, un descubrimiento increíble notar hasta qué punto se parecen las elites que gobernaban nuestros países. Me pareció que Cuba, Venezuela y Bolivia tienen oligarquías igualmente racistas y de prejuicios señoriales que datan de la Colonia. Encontraba yo que en Bolivia se repetían los mismos argumentos y los mismos razonamientos, se reciclaba el mismo racismo allí donde los ciudadanos se sentían blancos y de ascendencia española. No me pareció casual que fracasaran entonces porque resultaban igualmente pre modernos, igualmente desfasados ante los tiempos que la modernidad y el cosmopolitismo vive. ¿Dije cosmopolitismo? Sí: Evo resulta pintoresco y hasta interesante para el neoyorquino; no así para el cubano de Miami, más cerrado en su odio y resentido con la humillación de “los negritos” y la dictadura de los hermanos Castro (Se olvida que los afro cubanos fueron los más beneficiados con la Revolución de 1959; por eso en CNÑ hay cubanos judíos pero no afrodescendientes.)

En aquellos agitados días, durante una conversación con una amistad mexicana yo pedía orientación para profundizar mis lecturas críticas. Creía haber descubierto el hilo negro. Yo era como el personaje de Jorge Ibargüengoytia al que su novia le hace leer todo Carlos Fuentes. Me dediqué a leer todo lo traducido de Eric Hobsbawn (conservé “Por una izquierda racional”), un traductor e historiador capaz de probarle a Mao Tse Tung que no había leído más que un libro de Carl Marx y que lo había hecho mal; un judío capaz de afirmar que alguna vez se había sentido atraído por “la revolución tropical y colorida” de Fidel Castro, y hacerlo sin peligro de pasar por traidor o espía; un inglés revolucionario capaz de destruir los mitos en torno a la violencia de las guerrillas y su fracaso en Colombia; un tipo que previó el surgimiento y advirtió del peligro de Margareth Tatcher en Inglaterra, entre otros tantos  análisis de visionario. Al igual que Casandra, la sacerdotisa de Apolo, Hobsbawn había sido uno de esos intelectuales de izquierda condenados a decir la verdad siempre sin que nadie le crea.

Estudiar en los Estados Unidos fue para mí como haber subido a la colina y haber contemplado la aldea. Mis ex compañeros de la Unam me veían espantados; los mexicanos no me conocían en mi versión política y optimista. Acostumbrados a las derrotas y los fraudes del PRI, ¿qué podían ellos entender mi entusiasmo febril por el comentario político? ¡Caray, el futuro de la Patria estaba en juego!; ¿qué podían entender mis cuates librescos de eso? Creo que la mayoría de ellos escuchaban con lástima y conmiseración, más preocupados por la supervivencia diaria y por la dueña de sus quincenas. No todos, sin embargo.

Fue en aquel entonces que Hugo Chávez pasó del discurso moralizador nacionalista a manejar términos del pensamiento bolivariano. Evo era un agitador más que arruinaba la agenda personal de Goni Sánchez. El pronunciamiento de Hugo Chávez a favor de Bolivia y su causa marítima fue el momento de la solidaridad latinoamericana para mí; Bolivia no estaba sola ante los tiburones de Chile y los mercaderes sin escrúpulos que habían mal vendido su porvenir. Una sonrisa burlona de la presidenta Michelle Bachelet durante una entrevista con la prensa mexicana me reveló el tamaño del monstruo. Hasta entonces, yo había creído ingenuamente que toda la izquierda en Chile era consciente de la injusticia cometida con Bolivia y de lo abominable de la Doctrina Portales. En fin, creía que sólo era cuestión de demostrar la falsedad histórica de sus empresarios y las elites pensantes para resolver el asunto. La Bachelet se mostraba en aquella entrevista como hija de un general pinochetista más: su socialismo era una cuestión de elegancia intelectual y tradición familiar que verdadero apego a la justicia y la verdad histórica. Insensatos y heroicos, los bolivianos no éramos conscientes hasta qué punto nos encontrábamos cerca del fuego: otra invasión, un conflicto internacional, la ocupación, la división, la desintegración... Los agoreros estaban a la orden del día en las columnas de opinión y uno trataba de hacer contra peso a aquello y darle coherencia a la realidad en 1.500 palabras cada 15 días. La situación crítica en Bolivia se prolongaba mientras Brasil y Argentina parecían jugar al gato y el ratón contra todo buen sentido y juicio; no atinaban sino a usar las viejas cartas del sub imperialismo regional. “Gracias Chávez” otra vez por romper el cerco diplomático de entonces. Después del respaldo venezolano a la causa marítima de Bolivia vendrían los pronunciamientos, las aproximaciones y las alianzas.

Lo que yo tampoco sabía era el hueco en que me había metido dejándome llevar por el entusiasmo. Cuando se reveló que el proyecto gasífero de Goni Sánchez y asociados pasaba por Chile y atravesaba México antes de llegar a los Estados Unidos, las cosas se complicaron para mí. Completamente convencido de mi anonimato e intrascendencia, me paseé por medio México en plan turístico mientras desde Cuba parecían enviar señales y advertencias de peligro. ¿Alguien me ofrecía asilo político? ¡Naa! ¡Pero si no había hecho nada malo! ¿Importante yo? ¡No es para tanto! Sólo era un simple boliviano con profundo cariño por México, que planeaba radicarse y vivir felizmente en el país, y que además de eso escribía y vivía de acuerdo con su conciencia.

Creo que los venezolanos se volvieron mi sombra desde entonces. Creo que en México cualquier periodista llama la atención de los organismos de seguridad. Los venezolanos se sumaban a la jauría conformada por chilenos, argentinos, mexicanos. Bush Junior impulsaba su guerra contra el terrorismo en Irak y el mundo entero; mientras yo creía haber dejado atrás aquella paranoia belicista. Las casualidades y las coincidencias se repetían mientras yo me consideraba el tipo más afortunado de la Tierra por escribir y publicar libremente. Fueron los días en que Vladimir Putin nacionalizó el gas en Rusia y algunos inversionistas gringos a los que daba clases de español se molestaron mucho mucho mucho. Los chinos se bañaban conmigo en las playas mientras yo vivía un romance y conocía el verdadero amor. Con los años he aprendido que para intentar explicarme aquella situación debo volver a leer “El desfile del amor”, del mexicano Sergio Pitol, quien recrea el ambiente artístico intelectual de la Colonia Condesa en la Ciudad de México durante los años de la II Guerra Mundial. Con la salvedad que yo tenía el Océano Pacífico y la poesía de Pablo Neruda como telón de fondo…

Nadie me creería si lo contase. Ni los amigos de aquel entonces quedan. Algunos han muerto, otros guardan sus secretos y amenazan con llevárselos a la tumba. Otros han dejado de ser mis amigos. A otros tardé demasiado en declararlos personas non gratas en mi lado de la realidad. Es por todo esto que Venezuela me ocupa y me preocupa demasiado. Me ha costado demasiado. Es por esto que tomo partido por el pueblo venezolano y no por su gobierno negligente, fanfarrón y soldadesco que lo llevó al fracaso económico más estrepitoso y la corrupción más grande del que se tenga memoria. El fracaso de la revolución de Hugo Chávez no es cualquier fracaso; es un fracaso que ha degenerado en corrupción y tiranía. Tuvo todo para hacer algo decente, con todas las condiciones que cualquier revolución hubiese soñado: apoyo militar, respaldo popular, coyuntura internacional favorable y todo el dinero que se pueda imaginar. Nadie me creería si lo contara.

Santa Cruz de la Sierra, julio 16-23 de 2017

Franklin Farell Ortiz

Magister en artes por Saint Louis University

No hay comentarios:

Publicar un comentario